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Foto del escritorColette Gi

O´kahei al filo de la obsidiana: Hoy es un buen día para morir

La vida y la muerte, inseparables amantes, danzan en los bordes inciertos de nuestra existencia. Entre ambos se despliega un espacio tan vasto y efímero que apenas alcanzamos a rozar con la mente. Esa región, el bardo intermedio que conecta eternidad y finitud, se convierte en un terreno fértil para el desprendimiento de la importancia personal. La fascinación por lo que somos y lo que podríamos llegar a ser se entrelaza con el deseo de permanencia, de que algo de nuestra efímera estancia deje huella, de que el canto y el símbolo se vuelvan testigos de que alguna vez fuimos.

Morir, verdaderamente, debería ser un mérito, un acto de tal pureza que quien lo alcanza sea digno de la libertad que otorga o del descanso que promete. Pero en nuestras tradiciones, la muerte era apenas el inicio de una travesía más compleja y honda, un viaje hacia el Mictlampa, el reino de los antepasados, donde el alma debía enfrentarse con pruebas que templaban su esencia antes de comparecer ante Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl. Era un acto final que se despojaba de su terrenalidad, alcanzando quizás la disolución en el origen mismo.

Nosotros, seres humanos, experimentamos una claridad especial en dos momentos, cuando alguien llega y cuando alguien parte. En ambos, se abre un espacio en la mirada de los allegados, un destello donde el alma se imanta en su pureza, como si, al ser testigos de esos umbrales, percibiéramos algo de la eternidad que habitamos sin conocer. Puede que algo de nosotros quede en quienes dejamos al partir, del mismo modo en que algo de los que ya se han ido resuena en nuestro andar, convocando los hilos de la memoria en cada acto, en cada palabra.

Merecer la muerte era un arte, un entrenamiento silencioso que enseñaba a soltar la importancia personal, a andar el día como si fuera el último, un okahei continuo en el que la vida se entregaba sin reservas, en la belleza y la consciencia de cada paso.

Las Nueve Etapas del Camino al Mictlán

El camino hacia el Mictlán no era simple; era una prueba de resistencia del alma, un viaje que demoraba cuatro años en completarse. Cada etapa, un recordatorio de la fragilidad y la fuerza del espíritu:

  1. Itzcuintlán: Un río caudaloso y un perro fiel. Solo aquel que en vida trató bien a estos animales hallará su ayuda, un símbolo de cómo nuestras acciones modelan el trayecto más allá de la muerte.

  2. Tepectli Monamictlán: Dos montañas que chocan incesantemente, recordando que avanzar implica riesgo y decisión.

  3. Iztepetl: Una colina de obsidiana. Cruzar este filo es aprender a soportar el corte de la existencia, a sostenerse sin menguar ante la dureza de la vida.

  4. Itzehecayan: Vientos helados que cortan como cuchillas. Aquí el alma se enfrenta a la crudeza del vacío.

  5. Paniecatacoyan: Aguas que arrastran. Este lugar es una prueba de resistencia ante el caos, un desafío para mantener la esencia en medio de la confusión.

  6. Teyollocualoyan: Un sitio donde una bestia devora corazones. El alma, en esta etapa, debe confrontar sus propios temores, pues avanzar es un acto de valentía.

  7. Teocoyohuehualoyan: Un jaguar devorador de cuerpos espirituales. Aquí, uno se encuentra con la inevitable disolución del cuerpo.

  8. Izmictlan Apochcalolca: Una niebla de obsidiana, una prueba de desorientación que invita a dejar el control.

  9. Chicunamictlán: Los nueve ríos que llevan finalmente al alma ante los señores de la muerte.

El Derecho a Presentarse ante Mictlantecuhtli

Para ganarse el derecho a esta travesía, no se requerían actos heroicos, sino una capacidad de resistencia y desprendimiento. La muerte, en la visión mexica, no recompensaba ni castigaba, simplemente invitaba a un tránsito donde el alma dejaba atrás sus lazos terrenales, despojándose hasta ser digna del descanso final en el Mictlán.



Comparación con el Bardo Thödol


Al observar la cosmovisión mexica junto al Bardo Thödol tibetano, surgen resonancias profundas. Ambas tradiciones revelan una narrativa de transición y transformación, donde la muerte es un proceso de desprendimiento y purificación, aunque difieren en sus símbolos y destinos.

  1. Propósito del viaje: Para el mexica, el objetivo es el descanso eterno, mientras que para los tibetanos, la liberación del samsara. Ambas tradiciones celebran la trascendencia del alma, pero en direcciones distintas: una hacia la disolución final y otra hacia la iluminación.

  2. Desafíos y pruebas espirituales: En el Mictlán, los obstáculos son materiales y terrenos; cruzar cuchillos y montañas. En el Bardo Thödol, las pruebas son visiones, un reflejo de la psique. La travesía mexica nos sitúa en un entorno físico que nos reta; el Bardo nos sumerge en una realidad mental que confronta nuestro interior.

  3. Estados transitorios: Ambos sistemas reconocen la muerte como un espacio temporal. El mexica concede al alma cuatro años para alcanzar el descanso; el budista ofrece 49 días para liberarse o reincidir. En ambos, el tiempo es una oportunidad para el alma, un compás en el que se deciden destinos.

  4. Destino final: En el Mictlán, el fin es definitivo. En el Bardo, el alma puede hallar la libertad o regresar al ciclo de renacimientos. Mientras que uno es el descanso eterno, el otro es la posibilidad continua de retorno.

En este mundo fugaz, donde solo somos “flores y cantos”, estas tradiciones nos enseñan que el acto de vivir y morir es también un acto de trascendencia y desprendimiento. 


La danza de la vida y la muerte, con sus misterios insondables, nos invita a reflexionar, a dejar ir, a caminar con la conciencia de que cada instante es un umbral, y cada respiro, una despedida que apenas comenzamos a entender.

Es tu vida ¿flor o canto?


Colette Gi. 

Psicoterapeuta

Casa Dharma

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